El Cine en Barranquilla hace 20 Años
Esta nota fue publicada en el año 2010 por Antonio Javier Guzmán P.
En estos días que estuve en cine acompañando a mis sobrinos a ver Alicia en el País de las Maravillas versión en 3D, recordaba cómo era hace 20 años ir al cine.
Empiezo por describir cómo es ir al cine hoy en día; indiscutiblemente, la tecnología hace que sea muy fácil, si estás ubicado en una ciudad medianamente desarrollada, puedes ver en la página Web del teatro la cartelera, algún corto de la película, puedes pagar en línea tu boleta, asignar la silla donde te vas a sentar y si así lo deseas, comprar en la confitería virtual tus comidas no virtuales.
Si no eres amante de la tecnología, y prefieres las cosas de manera tradicional, tienes la opción de verla en la prensa del día o acercarte a cualquier centro comercial, estacionar tu carro en los miles de parqueaderos que hay, llegar a las salas multiplex de cine, y elegir entre las 8 o más películas en cartelera que exhiben en diferentes horarios, dimensiones y lenguaje. Al comprar la boleta, te asignan la silla, por lo que al entrar a la sala no tienes qué pensar, ¿y dónde me sentaré? Además, porque te acompaña un auxiliar de servicio, por llamarlo de alguna forma, quien te orienta y guía con su linterna para que no tropieces en la oscuridad y te puedas sentar rápidamente. La silla es muy confortable, cada una con su portavaso y suficiente espacio para estirar tus piernas, el aire acondicionado de la sala, la pantalla y el sonido a todo dar. Claro, que antes de entrar a la sala, hay que pasar por la confitería, en la que encuentras un variado menú compuesto por crispetas saladas y dulces, perros calientes, sándwiches normales o light, chocolates, agua, bebidas light, gaseosas en todos los sabores y tamaños, los consigues en presentación combo o individual, a precios razonables y un servicio uno A en todo sentido.
Todo muy fácil y cómodo, ¿cierto? Pero, hace mas de 20 años la cosa era muy diferente. En Barranquilla, había muy poco por hacer, así que por esos días ir al cine era todo un plan, y se convertía en una de las salidas más esperadas durante la semana.
Para saber qué películas estaban en cartelera tenías dos opciones, una de ellas era el periódico El Heraldo, si no tenías el periódico, te tocaba pedirlo prestado al vecino o sino hacer uso de la número dos, pasar directamente por las salas de cine y ver la cartelera de las películas, las cuales eran enormes, pintadas a mano con brocha gorda, con los personajes “algo parecidos” a los protagonistas de cada película. Las opciones de salas de cine eran limitadas, sólo estaban el Cinerama 84, Capri, Metro 1 y 2 y ABC 1 y 2.
En el año de 1986, una entrada a cine costaba aproximadamente $800 y un pasaje de bus $150, al igual que una Coca-Cola. Cuando quería ir a cine, mi mamá me daba $1.300, es decir que me alcanzaba para la entrada, los pasajes de ida y regreso y una triste gaseosa de vasito así que, no había derecho a antojos de ningún tipo. Cualquiera que fuera la sala elegida, un grupo de amigos y yo nos íbamos en bus, Caldas Recreo si era el Metro o el ABC y Porvenir Paraíso, si era el Capri o el Cinerama 84.
Las funciones eran a las 3, 6 y 9 pm, y a esa edad, 15, sólo me dejaban ir a la de 3 pm así que, cuando llegábamos nos tocaba hacer fila con el sol en todo su esplendor. Si la fila estaba muy larga la recorríamos de principio a fin buscando una cara amiga o conocida que nos dejara pasar, sin importar si los de al lado se molestaran por nuestra lisura.
Mientras hacíamos la fila diferentes personajes nos amenizaban la espera. En el teatro Capri, había un tipo bajito encorbatado y con un olor a demonios, que piropeaba a todas las mujeres y cantaba “los últimos éxitos de La Billos Caracas Boys”, en el Cinerama 84 estaba un tipo con cara de Vikingo, mono ojos azules, pero más cachaco que “Yo José Gabriel” y al que apodaban “El Caucho” por su asombrosa flexibilidad en todo su cuerpo, su frase más conocida era “…y ahora voy a darme unas pataditas en la cabeza”; al final de cada presentación pedían una donación voluntaria, pero con mis bolsillos casi vacíos, no me tocaba otra sino mirar a otro lado y hacerme el pendejo. También, había un tipo de barba espesa con una caja llena de dulces, entre los que había Bom Bom Bum, Maní Moto, Gudiz y un maní cubano delicioso.
Al llegar a la taquilla para comprar las boletas, siempre atendía una vieja con cara de palo y en el torniquete te esperaba un tipo que rompía la boleta y te entregaba la mitad para que te quedaras con ella, por si la función no terminaba. Otra de las funciones del tipo del torniquete, era no dejar entrar a los jóvenes que no cumplieran la edad censurada por la película. El más famoso y estricto de todos ellos, el Gordo del Capri, por cierto no me dejó entra a ver la película “Bajos instintos” por más que le supliqué y le dije cincuenta mil mentiras acerca de mi edad.
La cafetería, antes no se llamaba confitería, era bastante limitada y recuerdo que además, de gaseosa llena de abejas en vaso pequeño y crispeta en cono de papel, vendían uno que otro chocolate americano, pero con unos precios exageradísimos, por lo que tocaba comprar unas papitas en la tienda de la esquina y escondérselas donde no llegara el sol para poder meterlas al teatro.
La película rara vez empezaba a tiempo, ya que había que esperar al tipo de la moto que traía el rollo de la película de otro teatro.
Al entrar a la sala de cine, lo primero que sentíamos era el olor a guardado y a moho, producto de las inmensas cortinas que “adornaban” las salas y al viejo aire acondicionado. Las sillas eran las propias “amansa loco” y por supuesto que no estaban numeradas, así que al entrar todos corrían a coger los mejores puestos que eran los de la parte de atrás. Para que nadie nos tapara la visibilidad, a todo el que llegaba a sentarse delante nuestro, le decíamos “ese puesto está ocupado”, hasta que llegaba un tipo alto y cabezón al que no le importaban nuestros comentarios y se apoltronaba en esa silla, por lo que tocaba ver la película meneándose de lado a lado para poder leer los subtítulos. En los rincones, se podían encontrar parejitas de novios que aprovechaban la oscuridad para no ver la película sino que más bien hacían la película. Los que llegaban tarde, les tocaba en las sillas de adelante y salían de ahí mareados y con tortícolis. Si la película era buena y en estreno, había muchas posibilidades que nos tocara sentarnos en el pasillo.
No sé por qué razón, cuando apagaban las luces todos gritaban. Recuerdo que en el Capri un tipo se hizo famoso porque ladraba igualito que un perro, y más de una vez encendían las luces para buscar al extraviado canino. También, era fijo el grupito que no paraba de gritar y joder durante toda la película. Gritaban frases como “siento una mano que no es mía, “Ey Mañe suéltala”, “Fulanito busca cuarto”, o “Carlitos mi amor”. Cuando la cosa se tornaba intolerable los empleados del cine los amenazaban con sacarlos no sin antes tomarles una foto y ponerla en la entrada de todas las salas. Que recuerde, jamás vi alguno de mis amigos en una de esas fotos.
Si en plena película la imagen se iba o distorsionaba, la gente gritaba “guayaba, guayaba” sin yo saber por qué. Muchos años después, me enteré que “guayaba” era el sobrenombre del encargado del primer teatro en Barranquilla y dicho grito se extendió a todas las salas de la ciudad.
Tampoco faltaba el tipo que se paraba atrás en plena película y hacia figuras en la pantalla con su sombra o un bobo con un láser, que de seguro alguien le había traído de USA, apuntándole los senos y el trasero a la protagonista.
Cuando la película terminaba más de uno corría hacia el murito ubicado frente a la pantalla y se tiraban desde ahí rodando por toda la alfombra, lo admito, yo también lo hice una que otra vez. Si la película era de artes marciales como “Ninja Americano”, “Karate Kid” o “Retroceder Nunca Rendirse Jamás”, salíamos de ahí tirando patadas y puños, creyéndonos el “chacho” de la película.
Si salíamos del cine Metro, nos comíamos unas exquisitas arepas asadas con queso y un refrescante guarapo. Yo me compraba este delicioso manjar con el dinero del bus de regreso y algo ahorrado de la mesada semanal, así que me tocaba devolverme caminando, o más bien corriendo porque mi grupo de amigos jugaba a “ring ring corre corre” desde que salíamos del cine hasta llegar a la casa.
Así pasaba una tarde de cine, feliz y dichoso, viendo cualquier película, no era importante si había ganado algún Oscar y mucho menos saber con cuántas estrellitas la catalogaba la revista Semana, sólo importaba pasar un rato agradable y poder tener argumentos para hablar acerca de esa película al día siguiente, con los compañeros del colegio.
¡Qué tiempos aquellos!
FUENTE: El Heraldo